En Galicia llueve, mientras en el resto de España avanza la desertificación. Con una precipitación anual que casi triplica la media nacional, la abundancia de agua en Galicia invita a una reflexión sobre la gestión de este preciado recurso, tanto desde una perspectiva regional como desde un enfoque nacional, sobre el conjunto del estado español. En un entorno de cambio climático y calentamiento global, de acidificación oceánica y de episodios extremos, el valor del agua como activo estratégico adquiere cada vez una mayor importancia. La ausencia de un debate específico sobre el agua en plena campaña electoral ya nos aporta una buena indicación sobre la calidad de la gestión de este recurso, retratando nítidamente la mediocridad del liderazgo que sufrimos, a lo largo y ancho de todo el espectro político. Para una ventaja clara con la que contamos, no le hacemos ni caso.
No será porque el tema carece de importancia. La magnitud de la crisis del agua en la cuenca mediterránea española está adquiriendo tintes de tragedia. En Cataluña, la Generalitat aplica restricciones de emergencia al 80% de la población, con más de seis millones de personas afectadas. Las restricciones afectan a las áreas de Barcelona y Girona abastecidas de agua por el sistema Ter-Llobregat. No obstante, la sequía amenaza a más zonas; recién estrenado el mes de Febrero, hay 36 municipios en emergencia, 202 en preemergencia y 297 en excepcionalidad. El panorama no es nada halagüeño, teniendo en cuenta la previsión meteorológica para los meses más secos del año, que están todavía por venir.
Valencia o Murcia tampoco son ajenas a la sequía. El sistema Senia-Maestrazgo, norte de Castellón, Júcar o Segura están en situación de emergencia, forzando al conseller de Agricultura de la Comunidad Valenciana a solicitar de Bruselas medidas económicas que contribuyan a paliar los desastrosos efectos de la sequía prolongada para el sector agrario. También los embalses andaluces se están secando. Agricultores y ganaderos llevan meses sufriendo el impacto de la acuciante escasez hídrica que azota a Andalucía, donde se están implantando medidas restrictivas para tratar de superar la peor sequía meteorológica del último medio siglo.
Actualmente, multitud de localidades padecen cortes en el suministro doméstico de agua y muchos ayuntamientos han emitido bandos municipales para advertir a los ciudadanos de la importancia de hacer un uso responsable del agua ante la escasez en los depósitos de los que se abastecen. Entre las provincias más afectadas, se encuentran Córdoba, Huelva y Málaga, donde las limitaciones en el uso de agua durante el horario nocturno se han complementado con la prohibición del baldeo de calles, aceras y fachadas o el llenado de piscinas privadas y el lavado de coches. En muchas provincias andaluzas se restringe el agua de las duchas repartidas por las playas del litoral, se cierran parques acuáticos y se limita el riego de parques y jardines.
Hace falta tomar decisiones, y en ausencia de una estrategia nacional mínimamente meditada, propuestas de todo tipo se abren paso sobre un trasfondo buenista que sermonea sobre la moderación en el consumo, la reutilización, la economía circular y la sostenibilidad. Como las buenas palabras no quitan la sed, soluciones peregrinas como la importación por barco de agua dulce desde orígenes inciertos o la implantación masiva de desaladoras están sobre la mesa. Nadie pondera el coste e impacto ambiental de estas ocurrencias, ni se habla del subproducto tóxico de las casi 800 plantas de desalinización que operan en España -más de la mitad de toda la Unión Europea-, la salmuera. A pesar de que el vertido de millones de metros cúbicos de salmuera con más de 60 gramos por litro de sal afecta gravemente a la flora y fauna marinas, actualmente en España no existe ninguna normativa específica comunitaria o estatal que regule los vertidos de salmuera de las plantas desaladoras, ni que imponga límites críticos para los componentes químicos y propiedades físicas de la salmuera. Cuando menos sorprendente, en un país que se caracteriza por su abundancia legislativa.
Nuestra clase política está muy interesada en acometer esas obras, y las compañías eléctricas aplauden con entusiasmo. En nuestro país se está equiparando la gestión del agua con la limitación en el consumo, por lo civil -aumentando el precio del recurso- o por lo militar -restringiendo el uso. Como si toda esa miríada de ministerios, consejerías, diputaciones, ayuntamientos, confederaciones hidrográficas, empresas públicas y demás entes con competencias sobre el agua no pudieran hacer algo al respecto -salvo llevarse un hermoso sueldo para casa. La transición ecológica era esto.
En este contexto, la ausencia de propuestas en Galicia para el aprovechamiento de un recurso tan valioso, adquiere un cariz francamente criminal. En sus dos vertientes atlántica y cantábrica, casi todas las cuencas gallegas son de tramo corto, alto caudal -el Miño con 340 m3/s es el más alto de España- y están reguladas por aprovechamientos hidroeléctricos, que prácticamente no conocen mantenimiento desde su construcción en los años 60-70. La acumulación de sedimentos, que no han sido debidamente eliminados durante décadas, ha resultado en la pérdida de capacidad de muchos embalses, por lo que en muchos otoños de precipitación habitual estas represas alcanzan rápidamente el máximo de capacidad. La apertura de compuertas suele coincidir con períodos de fuertes precipitaciones, de modo que al verter al mar no sólo se desaprovecha un recurso muy valioso: la pérdida de salinidad resultante en las rías se traduce en episodios masivos de mortalidad en moluscos y crustáceos de gran valor comercial, afectando directamente a la pesca y al marisqueo con graves consecuencias económicas. Un desastre medioambiental que se repite anualmente y que no merece mayor consideración por parte de nuestras autoridades que la implementación de compensaciones económicas, a la espera del año que viene. Y se autoproclaman gestores del recurso, nada menos.
Tal parece que los gallegos estamos condenados a desaprovechar los recursos naturales con los que contamos, que no son pocos. La optimización y el buen mantenimiento de nuestros cuerpos y cursos de agua permitiría el aumento de capacidad, mejorando la regulación de caudal y protegiendo los niveles de salinidad en las rías. El crecimiento exponencial de la generación eólica en estos últimos años abre nuevas posibilidades para abaratar el bombeo a cotas superiores, que es la estrategia más eficiente para acumular este tipo de energía. Una planificación nacional ambiciosa avanzaría en la interconexión de cuencas, permitiendo el trasiego de importantes flujos de agua, que actualmente no tiene aprovechamiento, desde el noroeste a regiones desabastecidas, tal y como ya se hace en varios países que se toman éstas cosas en serio. La utilización de inteligencia artificial en estaciones de bombeo está haciendo posible optimizar la generación de energía con el aprovechamiento hídrico, además de la detección de fugas y la eficiencia del abastecimiento.
Pero mientras el énfasis esté más en la importancia de escribir gallegos, gallegas o gallegues, que en la implementación de soluciones para mejorar nuestro sustento, no hay nada que hacer. Qué bien lo cantan en la grada de río del estadio de Balaídos, en paralelismo lírico-deportivo del quiero y no puedo patrio: Sempre andas decindo para o ano que ven, e chega outro ano e pasa tamén; e pasa tamén, e pasa tamén, sempre andas decindo para o ano que ven.