Durante décadas el discurso político europeo ha mantenido una posición ambiguamente conciliadora con el desarrollo de la acuicultura, asegurando que nunca sustituirá a la pesca, si no que se trata de un complemento para aportar el pescado que la pesca extractiva no consigue comercializar. Claro que cuando la acuicultura supone la mitad del total de los pescados y mariscos comercializados mundialmente, rozando los 100 millones de toneladas con un valor estimado de 150 mil millones de euros según la FAO, conviene reflexionar sobre quién complementa a quién en la actualidad.
Esta supuesta complementariedad se produce en condiciones muy diferentes para ambas actividades, que nuestro brillante liderazgo político se empeña en equiparar. La pesca es una actividad en decadencia, que ha destruido empleo durante muchos años y ve limitado su potencial de crecimiento como resultado de la sobrepesca, los conflictos internacionales y la creciente fragilidad de los ecosistemas acuáticos -sin entrar en detalles sobre la piratería o la pesca ilegal. La acuicultura es una actividad en fuerte crecimiento mundial, que ha pasado de ocupar una posición marginal en la producción animal a convertirse en una despensa fundamental para el consumo humano de proteína de alta calidad. Además, en los últimos años ha conseguido solucionar las limitantes técnicas que cuestionaban su potencial, principalmente la dependencia de harina y aceite de pescado de origen extractivo para la producción de piensos acuícolas.
Todo ello, sin embargo, no ha sido motivo suficiente para invertir la relación de apoyos a una y otra actividad, gozando la pesca extractiva de la hipersensibilidad política, infraestructura y apoyos administrativos que se le han negado históricamente a la acuicultura. Para países como España y Galicia, que han sido referentes mundiales en el desarrollo tecnológico pesquero, y con tradiciones culturales milenarias en torno al manejo, consumo y adición de valor a los productos de origen marino, ésta no debería ser una cuestión menor. Pero aquí nuestro liderazgo, cuando se trata del agua, sigue apoyando la caza sobre la ganadería.
En aras de una justa equiparación, y como resarcimiento a los “derechos históricos” más gravosos de la economía mundial, un emprendedor europeo en el ámbito de la acuicultura debería recibir abundante financiación pública a fondo perdido para la construcción de sus instalaciones, la formación y contratación de sus trabajadores, la energía necesaria para el desempeño de la actividad, la seguridad de su negocio -con participación, de ser necesario, de las fuerzas armadas nacionales-, la transformación, procesado, comercialización y publicidad de su producto, y la indemnización en caso de inclemencias meteorológicas que impidan su trabajo. Toda la infraestructura requerida para el desempeño de la actividad acuícola debería financiarse generosamente con dinero público, incluyendo asimismo la participación proactiva de ministerios del gobierno en beneficio de la actividad (asuntos exteriores, industria, defensa, agricultura, medio ambiente, investigación y ciencia etc.), y el desarrollo de un régimen fiscal y de seguridad social específicos. Y por supuesto, en caso de falta de rentabilidad o sobreproducción, el estado debería indemnizarle generosamente por la pérdida de actividad.
¿Alguien puede imaginar que al propietario de una fábrica de muebles o de zapatos en quiebra tuviera que indemnizarle el estado millonariamente por pérdida de actividad? Pues es lo que pasa con las empresas pesqueras en Europa, a las que ni siquiera se les obliga a reinvertir en el sector agroalimentario. En nuestra presente situación, este terrible precedente de pagar por dejar de hacer se convierte sin duda en un agravio comparativo que demuestra claramente cómo se despilfarran los fondos públicos europeos en la actualidad.
Cuando el populismo clientelar se apodera de la estrategia política, la falta de visión y la ausencia de objetivos a futuro malogran el aprovechamiento de oportunidades históricas. No sólo se desperdicia el potencial de crecimiento, de generación de empleo y riqueza que retiene la acuicultura, si no que se reniega del valioso capital sociocultural y de conocimiento que ha generado la pesca durante siglos, y que únicamente la acuicultura puede aprovechar. En eso se ha traducido en Europa, en España y en Galicia el dogma político de la complementariedad.