En Marzo de 2016 el Tribunal Supremo nos sorprendía con una estrafalaria sentencia en la que se deroga la exclusión del catálogo español de especies exóticas invasoras de varios animales de gran importancia económica, entre ellas, la trucha arcoiris (Oncorhynchus mykiss). Estas especies habían sido excluidas de este catálogo en 2013 por el gobierno español, en función de su utilidad económica, alimentaria o lúdica. No obstante, y ante un recurso interpuesto por varias asociaciones ambientalistas, la corte suprema anula esta exclusión, lo que conlleva “la prohibición genérica de la posesión, el transporte, tráfico y comercio de ejemplares vivos o muertos de estos animales, de sus restos o propágulos, incluyendo el comercio exterior.”
Cuando una decisión que afecta a una especie de tal importancia, que lleva entre nosotros más de cien años, que está presente en la práctica totalidad de los estados europeos, sobre la que existen múltiples aprovechamientos e intereses y para la que se dedican ingentes recursos económicos, públicos y privados, se toma en base al informe pericial de un catedrático de zoología de la universidad española, quedan patentes en todo su esplendor las contradicciones, el aislacionismo, la arbitrariedad y el caos competencial en que se encuentra inmerso el sistema legal español, así como el marco legislativo de la Unión Europea.
En un país con un 20% de paro y un 50% de desempleo juvenil, parecería lógico esperar cierta sensibilidad para con el ordenamiento de un sector de producción que emplea a miles de personas en centenares de explotaciones familiares, resultando en un producto saludable de consumo general con una relación calidad-precio que le permite formar parte de la cesta de la compra de los consumidores más humildes, así como del menú escolar. Esta circunstancia, desafortunadamente, no merece la más mínima consideración de tan doctos ponentes, únicamente preocupados por las “amenazas graves para las especies autóctonas, los hábitats o los ecosistemas, la agronomía o para los recursos económicos asociados al uso del patrimonio natural”. Tampoco se consideran las herramientas genéticas disponibles para el control reproductivo de esta especie, que se han demostrado eficaces hasta el extremo de evitar el establecimiento de poblaciones estables de trucha arcoiris en nuestros ríos, a pesar del largo tiempo transcurrido desde su introducción.
Llegados a este punto, tal vez fuera bueno que el Tribunal Supremo español dictaminara la inclusión o no del Homo sapiens en el catálogo susodicho, asunto central de estas disquisiciones en las que se priman los derechos animales sobre los derechos humanos, entre los que se encuentra, indudablemente, el derecho a alimentarse. Y aún así, del estatalismo europeo, centrado en la superproducción de leyes y reglamentos que prevalecen sobre las necesidades de las personas, sorprende cómo individuos presumiblemente inteligentes solicitan obediencia a una ley que el lunes dice una cosa, para afirmar el martes exactamente lo contrario. A los que no gozamos del privilegio de alimentarnos a partir de los presupuestos generales del estado, sólo nos queda trabajar, pagar nuestros impuestos y protestar estos despropósitos, de los que se deduce que España, aunque nos pese, sigue siendo diferente.